El país acogerá el mayor torneo del fútbol 48 años después de la primera experiencia, en plena Transición y con un sonoro fracaso de la selección
España se las prometía muy felices en 1982. No hacía mucho tiempo que se había abierto a las libertades. Franco había muerto en 1975. Las primeras elecciones sin barreras ideológicas habían llegado dos años más tarde. La Constitución, tres. Y, en ese 1982, el gran cambio con el aplastante triunfo del PSOE de Felipe González.
La victoria de Adolfo Suárez, líder de UCD, en 1977, había significado un enorme avance hacia la democracia y su consolidación. Pero, después de todo, ésta, traída por un hijo del Régimen en compañía de un rey nombrado por el Caudillo, no dejaba de constituir una evolución hacia una sociedad homologable en términos escrupulosamente democráticos a las naciones más avanzadas.
Pero el triunfo de González significó una ruptura general, estruendosa, con cualquier atisbo, residuo o huella del pasado. El joven abogado sevillano era socialista. Y ello suponía, más allá de un cambio, por encima de una transformación, una revolución. Incruenta. Gozosa. Es cierto que su éxito, con 10.127.382 votos que significaban 202 escaños en el Congreso, tenía lugar el 28 de octubre, y el Mundial se había celebrado entre el 14 de junio y el 11 de julio. Pero desde el comienzo del año, y pese a que el país atravesaba dificultades de distinto orden, con ETA al fondo, se respiraba en la sociedad un optimismo visible que se trasladó al fútbol.
Existían razones estadísticas para alimentarlo. Los anfitriones siempre habían destacado. Incluso habían sido campeones: Uruguay en 1930; Italia en 1934; Inglaterra en 1966; Alemania en 1974 y Argentina en 1978. España acudía-recurría al recuerdo de la Eurocopa de 1964 para sostener la esperanza de un comportamiento descollante. En ese momento histórico, el fútbol era más que un deporte.
EL MAL DEBUT ANTE HONDURAS
Pero el país entero sufrió un duro golpe a las primeras de cambio con el empate del equipo (1-1) y ¡de penalti!, ante Honduras. Una victoria angustiosa (2-1) ante Yugoslavia, una derrota (1-0) ante Irlanda del Norte y, ya en cuartos, otra ante Alemania Occidental (2-1) y un empate a cero frente a Inglaterra resumieron una actuación decepcionante que, en el fútbol, podría haber equivalido a la crisis pesimista de 1898. Mucho más porque, en términos estrictamente futbolísticos, se trató de un excelente Mundial, con Francia, Brasil, Polonia e Italia, el campeón, deparando formidables momentos.
España, la moderna, la democrática España había demostrado su capacidad de organización para exhibir ante el mundo una máxima solvencia a la hora de solventar con fiabilidad un acontecimiento de la mayor expectación planetaria. Mucho más al haber pasado, en la fase final, de las 16 selecciones tradicionales, a 24. No falló la logística, pero sí el balón. Bueno, España le falló a él.
Diez años después, en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, no falló nada. Ni lo organizativo ni lo deportivo. España entonces recobró algo muy parecido a la autoestima y entró definitivamente en la modernidad del siglo XXI, anticipándola en nuestro suelo. Y, entre saltos y sobresaltos, en ella permanece.