He aquí que este domingo, a las 21 horas, en Colonia, y todavía en octavos, tenemos una final prematura. Anticipada, que es como el fútbol ha denominado siempre a esos partidos en los que los teóricamente mejores equipos de la competición se enfrentan antes de tiempo.
Y es que este domingo, a las 21 horas, en Colonia, etc., se miden España y Georgia. Pero… ¿cómo incluye usted a Georgia en las alturas del escalafón?, objetarán algunos. ¿Cómo elevar a tal categoría a un equipo que ha terminado tercero en su grupo luego de ganar al Portugal de los suplentes, empatar con la eliminada República Ch
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En un día múltiplemente glorioso en la forma, el fondo y la sentimentalidad, Pablo Castrillo (Kern Pharma), oscense de 23 años, inauguró su palmarés profesional. Primera victoria para él y, de paso, para un español en esta Vuelta. Pablo mató muchos pájaros de un tiro en una jornada de, también, especial emotividad, horas después del fallecimiento de Manuel Azcona, uno de esos hombres casi anónimos para el gran público, que trabajan en silencio y ayudan desde la base a formar y forjar profesionales.
Azcona fue uno de los factótums del Kern Pharma, un modesto equipo de categoría continental que ha obtenido así su triunfo más importante. Las lágrimas de Castrillo y de toda su gente estaban, por tantos motivos, por tantas razones, plenamente justificadas y son plenamente compartidas por el mundo del ciclismo.
Entre la victoria de Castrillo en la etapa y la permanencia de O'Connor al frente de la general hubo una teoría y una práctica. Todas las etapas contienen una parte teórica y otra práctica. Es decir, una especulativa y otra real. A veces coinciden. Esta vez también. Y, prácticamente, punto por punto.
Veamos. Película teórica de la etapa más corta de la Vuelta (137,5 kms.), a excepción, claro, de las contrarreloj. Para empezar, escapada rutinaria, multitudinaria del día. O sea, una estampida más que una fuga. Unos cuantos de los que la forman tienen buen nivel, incluso excelente. Todos llegan juntos (¿con cuánta ventaja?) al pie de la Estación de Montaña de Manzaneda. En la subida, ataques y contraataques entre un grupo de penitentes en el que habrá un vencedor y un montón o un puñado de condenados. Escapada que termina deshaciéndose en jirones como un vestido que se rasga en harapos.
Siguiendo con la teoría, el grupo de notables empieza a su vez la ascensión y nadie se mueve un ápice porque al día siguiente hay un etapón en el que todos tienen mucho que ganar, que conservar o que perder.
... Y, bueno, un matiz, no fue tan grande la fuga: 10. Carlos Verona, Óscar Rodríguez, Jhonatan Narváez, Harold Tejada, Max Poole, Louis Meintjes, Mauro Schmid, Pablo Castrillo, Mauri Vansevenant y Marc Soler, un asiduo en estas lides, un recalcitrante, en el sentido elogioso de la palabra. Se está mereciendo con creces una victoria. Encabezado cansinamente por el Decathlon, en el pelotón no había parón. Había parálisis. Casi se podían oír los bostezos. Como consecuencia directa, la diferencia de los escapados crecía y crecía, asimismo apaciblemente. En pelotón no autorizaba la escapada: la alentaba. Más aún: la bendecía. Respetando la general, el Decathlon Ag2R del líder mantenía la cabeza. A su estela, el Bora Red Bull de Primoz Roglic. Pegado a él, los del Movistar de Enric Mas. Todos tranquilos, hoy entre bomberos no nos pisemos la manguera.
Tampoco se mataban los rebeldes, guardando fuerzas para el envite final. Sabían que nadie les pondría en peligro. Seis minutos, siete minutos, ocho minutos, nueve minutos, 10 minutos... Ribeira Sacra, orillas, cañones del Sil, río de antiguas riquezas áureas, carreteras a veces despejadas, a veces umbrías, belleza permanente, intacta. Llovía por el resto de España. Por Galicia, no. Lucía un sol clemente (25, 27 grados). Nada ocurría. Una etapa y dos carreras. La primera con 10 almas. La segunda, con todas los demás, pero reducida al interés de los favoritos. Una de las 10 almas llegó al cielo. Las otras nueve se quedaron en el purgatorio. En el pelotón, ni cielo, ni purgatorio, ni infierno. El limbo.
Hemos cumplido la duodécima etapa y hay 14 equipos de los 22 que no han ganado ninguna. Cunde el nerviosismo. En algunos casos, el pánico. Hay prisa. Hay miedo. Hay necesidad. Hay obligación.
La decimotercera etapa es de las de aúpa. Un puerto de 3ª, dos de 2ª y llegada en alto, en el de Ancares, de 1ª, por la inédita vertiente leonesa: 7,7 kms. al 9% de media, con rampas del 15%, y cinco últimos kms. al 12%. Una etapa muy exigente y llamada, ya a estas alturas, a ir moldeando la clasificación, como quien moldea una estatua hasta proporcionarle la forma definitiva.
Manolo el del bombo era, en la vida civil,Manuel Cáceres Artesero. Pero saltó a la fama y, por así decirlo, se ganó la posteridad con ese apelativo tan... ¿cómo definirlo?... berlanguiano, valleinclanesco, conmovedoramente esperpéntico.
Tan español en el sentido chusco y, por otra parte, profundamente serio de un carácter cada vez más ligado a un país que sociológicamente ya no existe.
Manolo era el superviviente y, en cierto modo, el único ejemplar de un tipo elemental de hincha, que dedica su vida a una causa secundaria, transformada en principal. Una misión tangencial, convertida en nuclear porque se ve cautivo de ella, una vez que se ve reconocido en sus términos por la gente. Una afición derivada en pasión y, más tarde, en obsesión. En una adicción de la que acabó siendo víctima.
La biografía de Manolo, como la de todo ser humano, se contiene en el fondo, a grandes rasgos, entre su nacimiento y su fallecimiento. Manolo nació en San Carlos del Valle (Ciudad Real) el 15 de enero de 1949 y ha muerto, en la Comunidad Valenciana este 1 de mayo de 2025.
Entre esas dos fechas, una peripecia personal, singular, resumida para sus compatriotas en un uniforme de La Roja, una boina y un bombo con el escudo nacional y una leyenda: "Manolo, el bombo de España".
Ha habido muchos "el... de España". Pero sólo un bombo, que significaba la ruidosa sencillez de una predisposición anímica colectiva, no traducida, por pudor, por vergüenza, a algo tan primario como el aporreamiento de un tambor de ese tamaño. Un latido inocente en su puerilidad y excesivo por ensordecedor en su manifestación.
Manolo caía simpático. Recogía el sentimiento general de apoyo al equipo y lo convertía en un acto simple y contundente que nadie más que él se atrevía a protagonizar. Encarnaba el alma fogosa de una afición que depositaba en él lo más primitivo de su aliento. Curiosamente, él no veía los partidos, dedicado a recorrer, sudoroso, enrojecido, las gradas atizándole al instrumento, vuelto de cara al público, entregado a tratar de que los demás se entregaran a su vez a la Selección. Sostenía, y quizás tenía razón, que más de un gol del equipo se debía a su persona.
Manolo el del Bombo, en la inauguración del mundial de 1982Zarco / Archivo Marca
Empezó a crearse y creerse un personaje que se le escapó de las manos desde sus primeros alientos a los equipos representativos de su lugar de residencia: Huesca, Zaragoza, Valencia... Llegar a la Selección fue algo aumentativo y natural. La causa suprema a la que dedicar una existencia llamada a la inanidad social y el anonimato.
Y ya no pudo escapar de su influencia, de su poder de atracción. Ya no pudo retroceder, aunque su devoción le costaba tiempo, dinero y amarguras. Siempre se quejó de que no recibía el apoyo oficial que merecía.
Quienes viajaban al encuentro de la Selección, periodistas y aficionados, le recuerdan arrastrando penosamente el bombo por el pasillo del avión, pidiendo educadamente perdón a los pasajeros por las molestias y colocando el artefacto, con la comprensiva ayuda de las azafatas, allá al fondo, donde no estorbara.
Asistió a 10 Mundiales. Su primer viaje para animar a la Selección fue a Chipre, en 1970. Su último partido, el 23 de marzo, en Mestalla, en el partido que sellaba en pase del equipo a la Final Four de la Nations League. En el mundial de España, en 1982, iba de sede en sede en autostop. Tenía un bar en Valencia, "Tu museo deportivo", junto a Mestalla. Entre gastos por reformas, cierre por la pandemia y otros azares, lo perdió casi todo y quedó en precaria situación económica. "Tendré que vender el bombo para comer", se lamentaba.
En cierto modo, representaba a la España futbolística no triunfal. Cuando el viento cambió, perdió protagonismo y, por así decirlo, "influencia". Ya no se le "necesitaba" tanto. Y ya era un personaje "quemado" en su propia intensidad ya sin contenido. No lo pasó bien casi nunca. Y bastante mal al final de su vida. Pero probablemente, si volviera a nacer, la repetiría. Después de todo, y estas líneas son una prueba, forma parte de la historia, no sólo futbolística, de España.
Elegante, exquisitamente vestido, caballeroso, con una cuidada y corta melena entre rubia y gris, Leo Beenhakker, fallecido a los 82 años, llegó al Real Madrid desde su reputación en el Ajax y sus éxitos en la temporada 1979-80. En su primera campaña con el club de Amsterdam, había ganado la Liga y caído en la Copa de Europa ante el Nottingham Forest, a la postre campeón.
Antes de aterrizar en Madrid, había pasado brevemente por el Volendan y tres años en el Zaragoza. Pero fue su trayectoria en el Ajax, y, probablemente en parte, su imagen, que encajaba con la de un Real Madrid de pretensiones 'glamourosas', presidido por la atrayente, vistosa figura de un Ramón Mendoza mundano y atildado, un personaje de relieve social, lo que contribuyó a traerlo al Bernabéu. Era un extranjero digno de la proyección internacional del Madrid y procedente de un fútbol prestigioso. Daba futbolística y estéticamente la talla.
Encajó como un guante a la medida en un momento espléndido de la Quinta del Buitre y sus estrellas añadidas, entrenada por Luis Molowny y ya campeona de Liga. Beenhakker era un discípulo y un admirador de Rinus Michels, factótum del fútbol total holandés del Ajax y la 'Oranje'. Con la Quinta consiguió los títulos de Liga de 1986, 87 y 88, antes de entregarle el testigo a John Benjamin Toshack, que redondeó el quinquenio dorado de aquella generación madridista, madrileña y canterana.
Para algunos futbolistas de aquel grupo difícilmente repetible, Beenhakker fue quien más les influyó y contribuyó a conformar su estilo. Es cierto que estuvo en el mejor momento de ellos más que cualquier otro entrenador y sufrió, como los propios jugadores, la frustración europea.
También entrenador del Feyenoord y de la selección holandesa en el Mundial italiano de 1990, Beenhakker, tras dejar el Madrid, se convirtió en un trotamundos en equipos o en selecciones de, de nuevo Países Bajos, Arabia, Suiza. Volvió, efímero, al Madrid en 1992, para sustituir a Radomir Antic, aunque sin el éxito de antaño. Pese a ello, su figura ya había quedado para siempre Unida a la Quinta. Y viceversa.