Como era de prever, e incluso de desear a mayor gloria de las hermosas mitologías de personas y hechos de este mundo, Mikaela Shiffrin, corona sobre coronas, trono sobre tronos, cetro sobre cetros, protagonizó una de las grandes hazañas del deporte.
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Hubiéramos deseado una última, real y simbólica, victoria de Nadal en su apoteósica y merecida despedida sentimental. Pero ya era imposible, incluso frente a jugadores sepultados en las profundidades del ránking. Su adiós, postergado en exceso entre la tristeza, la comprensión y la gratitud de un país entero, suscita de nuevo una reflexión acerca de los deportistas que no se retiran «a tiempo».
El deportista muere dos veces. Y la primera ocurre cuando se retira (o le retiran). Se trata de una muerte biológicamente provisional, pero profesionalmente definitiva. Y el afectado no la acepta porque abre un abismo bajo sus pies. Así que, con frecuencia, y aunque, como en el caso de Nadal, haya proyectado un futuro confortable, experimenta una especie de horror vacui. No es raro. Después de todo, el deporte es la única actividad en la que la jubilación se produce en la juventud. El deportista tiene todavía por delante, en un territorio desconocido, amenazante por ignoto o incierto, incluso por extenso, la mayor parte de su existencia física. Le entra miedo, vértigo, inseguridad y trata de demorar el momento del adiós.
Autoengañándose acerca de sus, todavía, capacidades, o estirándolas con más o menos dignidad, permanece en activo, con frecuencia en un ámbito individual o, sobre todo, colectivo distinto e inferior del de sus mejores días. No lo hace por dinero, o sólo por eso, sino por mantener una ficción de permanencia.
Un tiempo innecesario
El caso de los futbolistas es paradigmático: Pelé, Cruyff, Beckenbauer, Maradona, Michel, Hugo Sánchez, Guardiola, Iniesta y un interminable etcétera alargaron impropia e innecesariamente sus carreras. Hoy siguen en activo Cristiano, Messi, Luis Suárez, Busquets, Alba y otro largo etcétera. Pero el fútbol sabe que este tiempo les sobra. No son Zidane, Kroos o como Rijkaard, que, en la celebración en el vestuario, después de ganar con el Ajax la Champions de 1995, anunció que ese había sido su último partido. O, cambiando de deporte, como Alberto Contador, que dio sus últimas y crepusculares pedaladas ganando en el Angliru.
No se retiraron a tiempo, entre nosotros, Alfredo Di Stéfano, Severiano Ballesteros e incluso un Alejandro Valverde en su longevidad digna... Ni, volviendo al tenis y al exterior, el mismo Federer. Y quizás Djokovic debe pensar en parar, ahora que está «a tiempo» de mantener su mejor recuerdo. Tampoco Serena Williams se fue cuando debía. Ni Usain Bolt. Existen «retirados en activo», valga la paradoja. Oficialmente aún en la brecha, pero en la práctica fuera de foco, Sergio Ramos o Mireia Belmonte siguen erróneamente la senda de Nadal.
Si un bel morir tutta una vita onora, un mal morir, metafóricamente hablando, no estropea un pasado merecedor de elogio y agradecimiento. Tampoco hace añicos una imagen que se reconoce irrompible. Pero sin borrarla en absoluto, la empañe un tanto por ser la última. Saber retirarse oportunamente, es, no sólo en el deporte, una virtud casi teologal, incompatible a menudo con la ciega y sorda naturaleza humana.
En el lado opuesto de quienes se resisten en vano a los odiosos imperativos de Cronos figuran quienes se retiran «a tiempo» por el procedimiento de hacerlo «antes de tiempo». A «destiempo», en suma. Son sobre todo nadadores, debido a la precocidad de su deporte con relación a otros. La australiana Shane Gould (Gold), que este 23 de noviembre cumplirá 68 años, tuvo en 1972 todos los récords en todas las distancias del estilo libre. Insólito. Apabullante. En los Juegos de Múnich se llevó tres oros, una plata y un bronce. Y le «faltó tiempo» para retirarse. Tenía 16 años. En los mismos Juegos, Mark Spitz conquistó siete oros estableciendo siete récords del mundo. Y se despidió de las piscinas a los 22 años. Le quitó «tiempo al tiempo».
"No hay quinto malo" en los toros. En el deporte, en el atletismo, sí, según las expectativas. Dani Arce reunía la mayor parte de los pronósticos para hacerse con la medalla de oro en los 3.000 metros obstáculos. Llegaba con la mejor marca europea del año (8:12.28) y había producido la impresión más consistente en las semifinales. Es un atleta grande, corpulento, no da la imagen enjuta del especialista en obstáculos. Pero es potente y con una notable fuerza terminal.
Cuando el italiano Osama Zoghlami, nacido en Túnez, se escapó desde el principio con un tranco suicida, fue quien dirigió las operaciones de captura. Nadie le echó una mano. ¿No era el favorito? Pues que se comportara como tal. Era el más interesado. Zoghlami fue atrapado con el toque de campana, Dani encabezaba el estirado grupo. No llevaba buena cara, pero la zancada seguía siendo larga.
La cara y la zancada fueron empeorando progresivamente. En la última recta, Dani era un corpachón bamboleante. Estuvo a punto de caer tras superar el postrer obstáculo. Delante de él, las medallas ya se las jugaban otros. Cayeron del lado del francés Alexis Miellet (8:14.01), su compatriota Djilali Bedrami (8:14.36) y el alemán Karl Bebendorf (8:14.41).
El español, exhausto de cuerpo y destrozado de mente, acabó quinto con 8:16.70. Permaneció largo tiempo de bruces en el suelo, inmóvil, consciente de que había fallado a todos, empezando por él mismo. Pero había luchado con todas sus energías y no mereció reproche alguno.
Otra posible, casi segura, medalla voló al limbo de las ocasiones perdidas cuando Yulenmis Aguilar, otro de esos nombres cubanos acogidos por la antigua Madre Patria, no se clasificó para la final de lanzamiento de jabalina. Debutante internacional con su nueva bandera, traía la segunda mejor marca de las participantes (63,90). Se quedó en 57,27, en decimotercera posición, a una de, pese a todo, meterse en la pomada. No está curada del todo de una lesión de hombro y, al parecer, ha estado tres días con fiebre. El fiasco tiene justificación, pero no consuelo.
Mario García Romo no levanta cabeza esta temporada. Con 3:44.30, no entró ni por puestos ni por tiempos (le faltaron una y dos centésimas para superar cualquiera de los dos últimos cronos) en la final de los 1.500 del miércoles. Sí, por fortuna, Adel Mechaal e Ignacio Fontes, recalificado al reconocérsele perjudicado por un atleta que había caído delante de él. Jakob Ingebrigtsen es inabordable. Pero tras él se extiende una tierra virgen.
Una de las marcas del Campeonato corrió a cargo de la polaca Natalia Kaczmarek en los 400 metros. En una lucha cerrada con la irlandesa Rhasidat Adeleke, cerró el crono en 48.98, registro líder mundial del año. Adeleke (49.07) bajó amplísimamente de los 50 segundos, la frontera de la gran clase internacional. Al borde se quedó la imponente neerlandesa Lieke Klaver (50.08). No está en su mejor forma.