Apenas llevan una semana juntos en los Juegos de París, pero alrededor de Carlos Alcaraz y Rafa Nadal hay un ambiente familiar cercanísimo, agradable, feliz. Antes de los partidos, en las instalaciones de Roland Garros, Nadal juguetea con su hijo Rafa mientras Alcaraz lo hace con su hermano pequeño Jaime. Les rodean los padres de uno y del otro, que charlan entre ellos y los entrenadores se entrecruzan; son un equipo. Carlos Moyà, técnico de Nada
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Una oportunidad y otra y otra y... al acabar las semifinales ante Alemania, los jugadores de España no se podían quitar de la cabeza los últimos tres minutos de partido en los que pudieron marcar y no lo hicieron. La selección volvió a caer en las semifinales de unos Juegos Olímpicos, un muro histórico -ocurrió en 1996, 2000, 2008 y 2020-, y seguramente ésta fue la vez más dolorosa. Incluso si mañana (09.00 horas) se cuelga el bronce en la final de consolación ante Eslovenia, el pivote Javi Rodríguez recordará los dos lanzamientos a bocajarro que tuvo para anotar y estrelló contra el portero germano, Andreas Wolff.
Al acabar el encuentro, Rodríguez, el más joven del grupo, de sólo 22 años, lloraba en el banquillo tapándose el rostro con la toalla blanca mientras sus compañeros se marchaban hundidos a vestuarios. El golpe fue tan importante que esta vez no hubo unión. Cada uno por su lado trataba de superar lo ocurrido, de digerir la rabia, de tranquilizarse.
Era complicado. Más de la mitad del grupo ya sufrió el mismo golpe hace sólo tres años en las semifinales de los Juegos de Tokio y ayer se veía en la final, por fin en la final olímpica, la primera de la historia de España. «Ahora mismo no sé qué decir, no puedo animar a la gente, no puedo hablar. Es bastante jodido sacar palabras de ánimo porque lo hemos tenido en nuestras manos. Hemos tenido oportunidades y no las hemos aprovechado», comentaba Jorge Maqueda justo al acabar el encuentro. «Hemos sido claros dominadores del juego, pero no de la finalización, que al final es lo que te permite ganar el partido», analizaba el seleccionador, Jordi Ribera, en una zona mixta en la que se mezclaban los sentimientos. Hubo disgustos y hubo enfados.
El recuerdo distinto de Tokio
Pese al mérito en las paradas de Wolff, el portero alemán, algunos señalaban que faltó más paciencia y más puntería en los lanzamientos. «Wolff es un gran portero, pero le hemos metido nosotros en el partido con tiros mal seleccionados. Es más culpa nuestra que mérito suyo. Era una oportunidad única que no hemos sabido aprovechar. Duele más porque sabemos que no es un equipo superior a nosotros», aseguraba Gonzalo Pérez de Vargas con cierta razón.
Al contrario de otros equipos en estos Juegos, como Egipto, rival en cuartos de final, Alemania no impuso su juego por encima de España, pero igualmente dominó el marcador. Hasta dos veces el equipo de Ribera estuvo muy por debajo (10-6 en el minuto 18 y 19-16 en el minuto 42) y hasta dos veces tuvo que remontar. Su virtud: la defensa y los contraataques. La virtud de Alemania: sus lanzadores, especialmente Renars Uscins, el hombre que eliminó a Francia.
Contra ellos había que poner el pecho, todo el cuerpo, el alma detrás y delante dejar que hicieran Ian Tarrafeta o Agustín Casado. El plan funcionaba y el único obstáculo para la victoria era Wolff. Antes incluso de sus paradas salvadoras a Javi Rodríguez, el portero alemán ya llevaba una racha asombrosa y así acabó: detuvo 22 de los 45 lanzamientos que recibió, entre ellos el único siete metros que hubo a favor de España. Aleix Gómez, con un 100% en el torneo hasta entonces, contabilizó su primer fallo.
SAMEER AL-DOUMYAFP
«Estamos fastidiados, pero habrá que hacer borrón y cuenta nueva. Las fuerzas las sacaremos de dónde sea, pero costará, costará», reconocía Maqueda que sabía que la situación era muy diferente a la vivida hace tres años. Entonces en el Gimnasio Nacional Yoyogi de Tokio hubo una conjura entre veteranos y jóvenes: para algunos, como Raúl Entrerríos, Julen Aguinagalde o Viran Morros, el bronce suponía una fabulosa despedida y para los otros, como el propio Pérez de Vargas o Alex Dujshebaev, su primera medalla olímpica. Las semifinales, ante Dinamarca, también habían sido muy distintas, con pocas opciones de victoria. Ahora los que ya estuvieron en Tokio querían más y de ahí el enojo.
«Lo más rápido que podamos habrá que levantar la cabeza y pensar que todavía podemos ganar el bronce», aseguraba Pérez de Vargas antes de meterse en el vestuario, donde ahí sí, había que recuperar la piña y empezar a rehacerse para mañana marcharse de los Juegos con un bronce, otro maldito bronce, el quinto, aunque perdure el recuerdo por los goles perdidos.
Volaba el brasileño Almir Dos Santos en el Nanjing's Cube, la sede del Mundial 'indoor' que empezó este viernes, y lloraba emocionado con su bronce en triple salto al cuello. Después de varios años luchando contra las lesiones, por fin volvió a un podio; alegría, alegría. "Es difícil expresar con palabras lo que esto significa para mí", proclamaba en zona mixta y volvía a las lágrimas, un momento cumbre en su carrera. Pero cinco horas después era descalificado. En las pantallas del campeonato aparecía el aviso, DQ, y un motivo hasta ahora insólito: incumplimiento de la norma técnica 7.1 del reglamento de la Federación Internacional de Atletismo (World Athletics). "Conducta inapropiada o violación de las reglas sobre el calzado". ¿Qué había pasado? Se había equivocado de zapatillas. Y nadie le había avisado del error.
Desde hace cuatro años, la World Athletics restringe la ventaja que las zapatillas ‘mágicas’ ofrecen a los atletas actuales. En plena guerra tecnológica, la innovación se había ido de madre, cada día caían récords y hubo que actuar. Para la larga distancia se establecieron unos límites; para la velocidad, otras; y para los saltos, unos distintos. Tanto en longitud como en triple salto se estableció una altura máxima de 20 centímetros de mediasuela en las zapatillas, pero a los triplistas se les concedió una prórroga por la cual podían usar mediasuelas de hasta 25 centímetros. La concesión duraba dos años, hasta el pasado octubre, y provocó algún problema, como una marca no homologada a Yulimar Rojas en longitud por utilizar sus zapatillas de triple. Pero poco más.
PEDRO PARDOAFP
Hasta este viernes. Dos Santos se presentó en el Mundial indoor con sus Nike TJ Elite 2 del año pasado, con una mediasuela de 25 centímetros, y realizó todo el concurso con ellas. Este invierno ya había saltado en hasta cinco competiciones internacionales con ellas, así que muy posiblemente ni conocía el fin de la prórroga a los triplistas. Saltó, llegó a los 17,22 metros y finalizó tercero por detrás del italiano Andy Diaz (17,80 metros) y del chino Yaming Zhu (17,33), pero al acabar los jueces revisaron su calzado y decidieron descalificarlo. ¿Por qué esta vez sí y las anteriores no? Porque hubo una reclamación.
La nueva normativa de la World Athletics establece que la revisión de la altura de las zapatillas no se realizará previamente -como sí se hace con los tacos, por ejemplo-, si no que sólo tendrá lugar posteriormente si existe una denuncia. El organismo argumenta que el estudio del calzado exige horas y que es imposible aprobar todos los modelos en los minutos previos a que empiece una competición. Así que lo deja en manos del resto de atletas. Este viernes, algún rival de Dos Santos -el denunciante es secreto- tuvo que observar que utilizaba unas zapatillas obsoletas, presentó una reclamación y de ahí la expulsión de Dos Santos. La Federación Brasileña expuso sus alegaciones, pero la infracción de la norma por parte de su saltador era clara. Por primera vez, un atleta perdió una medalla por utilizar unas zapatillas que no tocaba.
Cientos de miles de vecinos de Barcelona salen escopeteados porque empieza la Semana Santa, las calles ya están vacías, casi nadie asoma por el metro, pero alrededor del Real Club de Tenis de Barcelona se repite el bullicio de siempre. Pese a la mala coincidencia del Trofeo Conde de Godó con los días festivos, el público vuelve a rebosar su pista central porque juega Carlos Alcaraz y el espectáculo está asegurado.
Las expectativas son altas: un Alcaraz campeón por tercera vez después de los títulos de 2022 y 2023. Y parece que no puede haber fallo. Alcaraz, el dueño de todas las miradas, está pletórico.
Quedarse en la ciudad habrá valido la pena porque el número tres del ranking ATP ha llegado para brillar, para disfrutar, para ganar. Después de su irregular Masters 1000 de Montecarlo, el título le ha colmado de confianza y ahora parece imbatible.
Este jueves, en octavos de final, Alcaraz superó al serbio Laslo Djere por 6-2 y 6-4 con un dominio que no se le advertía desde el año pasado en Roland Garros. De inicio a fin, el español fue mejor; la derrota no fue una posibilidad.
Con Ferrero, un saque mejor
Más allá de que haya afinado su derecha, de que esté más veloz y de que se le vea mucho más tranquilo, más sereno e incluso más feliz, hay un factor que ha volteado las sensaciones alrededor de Alcaraz: el saque. Si en el Principado su servicio iba y venía, con buenos ratos y ratos para olvidar, como el primer set en la final ante Lorenzo Musetti, en Barcelona ha mejorado muchísimo.
Otra vez con Juan Carlos Ferrero en su palco, Alcaraz vuelve a entregarse a su saque para encarrilar sus victorias. Ante Djere no fueron los números -cuatro 'aces', un 71% de primeros-, fue la superioridad en sus propios puntos, la ausencia de peligro.
Y a partir de ahí el resto. En el primer set Alcaraz llegó a encadenar cinco juegos seguidos -del 0-1 al 5-1- para expulsar a su rival del encuentro. Djere planteó una estrategia agresiva, de golpes ganadores, pero andaba desafinado y no le funcionó. Entre errores no forzados, apenas planteó competencia a Alcaraz hasta mediado el segundo set, cuando logró un 'break'. Entonces sí, quizá habría emoción. Pero el español remendó su error -del 2-4 al 6-4- y no hubo más que decir.
En cuartos, este viernes, se enfrentará al vencedor del duelo entre Alex De Miñaur y Jacob Fearnley y su tenis volverá a ser el principal atractivo para quedarse en la ciudad.